martes, 12 de enero de 2016

Democracia al sol






El pasado domingo alumbró un precioso día. Uno de esos que anuncian que la primavera es posible, aunque se hará de rogar un tiempo, y te impulsa a disfrutarlo en su plenitud. Salí de casa dispuesto a caminar a lo largo de la Gran Vía y desembocar en el parque José Antonio Labordeta, uno de los lugares más hermosos de la ciudad. Al llegar y recorrer el boulevard central, repleto de jardineras, parterres, estanques y fuentes, fui observando que mucha gente había decidido disfrutarlo como yo. En la calzada izquierda un grupo de jóvenes con sus atuendos deportivos, cascos y patines de línea competían agrupados dejando espacio a ciclistas que se ejercitaban en esa actividad. En la otra calzada, otros hacían footing e incluso uno practicaba esa variante de la marcha atlética. En el frontal del parque, en una de esas paredes preparadas al modo de las montañosas, ellos y ellas escalaban cual Spiderman, y en un recodo del camino dos hombres con un reproductor de música ejercitaban gestos muy lentos y en momentos estáticos, que intuí de carácter oriental. Anduve despacio en busca de uno de esos bancos clásicos de lamas de madera –de los no invadidos todavía por la obsesión del diseño- situado frontalmente al sol. Me senté y a mi izquierda otro grupo perseveraba en unos estiramientos musculares de los que se deducía el comienzo o el final de una sesión de entreno. Cerré los ojos y me dispuse a disfrutar de una de las cosas que más me gustan; sentir sobre mi cuerpo el calor y la luz de ese sol de Enero que presagia que la vida, de alguna forma recóndita, pugna por aparecer. Es una de las sensaciones físicas y mentales que más gozo me producen. Pero lo que es más destacable es que percibí una gran armonía en el entorno. El placentero alborozo de mi persona era el mismo que irradiaban todas las que allí había. ¿Por qué no será todo así de fácil? – me dije. ¿Por qué la vida social no es tan respetuosa con lo diverso? –pensé. ¿Hay mayor diferencia que la habida entre quien decide subirse por una pared y quien, como yo, se sienta tranquilamente en un banco? –seguí elucubrando. Realmente, ¿no es esa la base y el fundamento de la democracia?. Además del consabido enunciado de que la democracia es el menos imperfecto de los sistemas políticos, ¿no es la más perfecta de las actitudes personales?. Si la grandeza política de la democracia es que iguala lo desigual en un voto con el mismo valor, ¿no es la actitud democrática un acto de generosidad y reconocimiento hacia el otro?. El énfasis en la diferencia es tan estúpido como tratar de combatirla, si bien el primero suele tener un carácter reactivo y consecuencia del segundo. Y debo decir que yo cada día me encuentro mejor en la diferencia siendo el entorno que más me enriquece y, ojalá, mejora. Y cada día siento más rechazo a los criterios unificadores y a todas aquellas propuestas que tienen como fin la igualación de la personas en pensamientos, normas, culturas y hábitos. Estamos viviendo unos tiempos desabridos, confusos y combativos en los que se grita mucho y se escucha poco. Tiempos de descalificaciones irracionales, cuando no despectivas, hacia ideas y ciudadanos de diferente pensamiento, cultura o territorio. Y creo que en una generación como la mía y alguna posterior, todavía quedan los residuos de un sistema político que tuvo como principal norte establecer una única forma de convivencia a cualquier precio. Tenemos tan interiorizado el mensaje que, de forma inconsciente –incluso en personas que se consideran progresistas-, saltan los resortes de esos mecanismos unificadores. Y eso solo indica que a la democracia, como sistema político, se puede acceder mediante la implantación o modificación de las leyes. Pero la actitud democrática requiere un aprendizaje que precisa de tiempo, esfuerzo y generosidad. Y una ausencia total de prejuicios. 

- Buenos días, me dijo un señor sentándose en el extremo del banco rescatándome de mis pensamientos. –Buenos días, le contesté mientras miraba la hora en mi reloj. -¡Oh! No crea que me marcho porque haya venido usted; la verdad es que se me ha hecho un poco tarde, le dije. Que tenga buen día.

Recorrí el boulevard para salir por la parte opuesta contemplando la grata armonía descrita y con una cálida sensación en mi cuerpo y un poquito…en el alma.