jueves, 23 de febrero de 2012

Tenía mal aspecto y se llamaba Puig.





Ayer, cuando me dirigía al Banco y al atravesar las obras que se realizan en la avenida principal de la ciudad, observé a dos hombres que miraban su desarrollo con la actitud típica de los desocupados que se entretienen en su contemplación. Al llegar casi a su altura, los reconocí; eran el sargento Ramírez y el brigada Iglesias, a los que hacía casi cuarenta años que no había visto. El sargento conservaba el rostro lampiño, los rosetones en los mofletes y la estúpida expresión que siempre le caracterizó. Me detuve y los estuve observando, supongo que con un gesto en el que se alternaban la curiosidad y el recuerdo, hasta que al sentirse sujetos de mi mirada y sin saber por qué motivo, el sargento cogió por el brazo al brigada y se marcharon lentamente.

Y me acordé de él. Tenía mal aspecto y se llamaba Puig. Se le podía ver casi siempre solo, paseando por el patio del cuartel delimitado por las cuatro baterías del Regimiento de Artillería de Zaragoza. Tenía 24 años y cumplía el servicio militar después de dos prórrogas. Era de algún pueblo de Girona, estaba casado y tenía una hija, algo poco frecuente en la mili. Todos, en esos casos, comentábamos que tenía que haber sido de “penalty”, algo que lo mayores juzgaban con reprobación y los jóvenes con la curiosidad que nos provocaba la transgresión. A mí siempre me llamaba la atención ese desaliño, su soledad y la manía de caminar cobijado por las paredes de los edificios, como si quisiera establecer distancia o sentirse protegido. Apenas intervenía en ningún grupo y si coincidías con él en la cantina durante el almuerzo, era correcto pero hablaba poco.
Un viernes por la mañana, en la que terminaba mi servicio de cabo de guardia y con objeto de asistir a la clase teórica de armamento, fui dispensado durante la hora que duraba y sustituido por el cabo primero. Al comienzo y con objeto de pasar lista de los asistentes en perfecto orden alfabético, los soldados debíamos decir nuestro nombre que el sargento Ramírez cotejaba con su listado. Al llegar su turno, dijo… Puch. 

- Aquí pone Puig , dijo el sargento.
- Sí, mi sargento, pero se pronuncia… Puch.
- En España se habla español y se dice Puig, respondió el sargento. ¡Dí tu nombre de nuevo!
- Puch, respondió ante el asombro de todos.

Un silencio de plomo se apoderó del aula mientras la ira en los ojos del sargento alcanzaba el tono de sus enrojecidos mofletes.

- Muy bien. Te quedas sin pase de fin de semana y lo vas a pasar en el calabozo. ¡Cabo, llévalo a prevención!
- A la orden, mi sargento –respondí-. (Aún me duelen esas palabras)

Nada más iniciar el camino hacia la prevención no pude evitar decirle…

- Pero, hombre ¡cómo se te ha ocurrido contestarle! ¡Qué más te daba! ¡Te quedas jodido el fin de semana! …

Sin apenas girarse y con la mirada perdida al frente, me contestó…

- Me llamo… Puch 

Pocos metros antes de llegar a la zona de guardia y prevención, me dijo…

- ¿Podrías hacerme un favor?
- ¡Claro!
- Llama a este número y dile a mi mujer que han surgido unas maniobras y que no puedo ir; que creo que podré el mes que viene, en el próximo pase que tenga. Te pagaré la llamada.

Fue la única vez que deseé que el fin de semana transcurriera rápido e incluso que avisaran del toque de “generala”, –esa estupidez inventada por aquella cuadrilla de impresentables para molestar a todos aquellos con residencia en la ciudad- que me hubiera obligado a incorporarme anticipadamente al cuartel. No pude dejar de pensar en ese hombre encerrado en prevención y que había renunciado a unas horas de libertad cada dos meses para ver a su familia.

El lunes, minutos después de salir de prevención con objeto de incorporarse a la instrucción, lo esperé entre el gentío de la soldadesca y lo saludé.

- ¿Cómo estás?
- Un poco jodido, pero bien. ¿Pudiste llamar?
- Sí. El mismo viernes a las cuatro hablé con tu mujer. Lo sintió mucho. Me dijo que están todos bien y con ganas de verte y que a la niña no la vas a conocer. Que cuando puedas, la llames.
- Gracias. ¿Qué te debo de la llamada?
- Nada.

Me miró con una leve chispa de gratitud, me palmeó el hombro, se dio la vuelta y se perdió entre la formación. Le miré alejarse, levemente encorvado y pensé en el peso de la dignidad. Ayer, al evocarlo, me preguntaba qué habrá sido de él. ¡Ojala la fortuna le haya obsequiado como merecía! 

Todavía más que la imborrable huella que dejó en mi recuerdo.
No tenía buen aspecto y se llamaba… Puch

Zaragoza, 23 de Febrero 2012 




5 comentarios:

  1. Bonita historia, buen texto... y ¡genial título!
    Javi

    ResponderEliminar
  2. Felicidades Antonio, una buena historia de dignidad personal, y magníficamente escrita.
    Un abrazo
    Paco

    ResponderEliminar
  3. Digo lo mismo que los dos anteriores comentarios. Esas cosas pasaban y eran las que engendraban nacionalistas. Menos mal que hay cosas que han pasado al olvido.

    Saludos

    ResponderEliminar
  4. Precioso. Deberiamos aprender y respetar todas las culturas

    ResponderEliminar