lunes, 22 de octubre de 2012

André Daraspe. In memoriam





Después de casi dos días en el Salón de la Lingerie habíamos decidido marchar a mediodía para dedicar el resto de la jornada a pasear por las calles de París y continuar nuestra actividad comercial entre las tiendas de la ciudad. Descendimos por la boca del metro y comenzamos a caminar por el andén observando la publicidad que salpicaba los característicos embaldosados blancos y azules que rodeaban el gran letrero de la Porte de Versailles. Había poca gente y entre los pasajeros impacientes observamos una figura que caminaba despacio en nuestra dirección. Era nuestro inconfundible y querido André. Abrigo largo de alpaca, con mangas ranglán y cinturón, zapatos acordonados, sus levísimas gafas que concedían todo el protagonismo a su mirada, su blanco cabello mezcla de inocencia y travesura y, bamboleando suavemente, su maletín de cuero gastado. Es la primera imagen que viene a mi memoria en este momento triste de recuerdos. Su estética era el puro reflejo de su ética. Todo en él era relajado, sin aristas, tan suave como firme y tan profundo como sencillo; de sus ojos, llenos de luz, emanaba una mirada inquisitiva con unas “chispitas” que, alimentadas con su sonrisa, te decían que estaba incondicionalmente a tu favor.

- Bonjour, André, dije sonriente.
- ¡Olalá –inconfundible su entonación-, Carmen y Antonio, qué casualidad encontrarnos precisamente aquí!

Después de abrazarnos de alegría comenzamos a charlar de nuestros asuntos hasta que, a los pocos minutos, las tres sonrisas subíamos al vagón para continuar celebrando el corto encuentro. Él partía esa noche a Barcelona y bajó en la estación de Rennes, pues tenía algún asunto que resolver en la zona de Saint Germain, y nosotros continuábamos hasta Madeleine; lo vimos perderse entre la gente mientras el convoy comenzaba a acelerar.

- ¡André, qué gran tipo!, le dije a Carmen mientras nos mirábamos cómplices de nuestro afecto.

Afecto que se remonta a los tiempos de la tienda de Fancy Men, en Barcelona, donde tuvimos el primer contacto profesional que ya, desde ese momento, se convirtió en personal. La verdad es que nunca hicimos grandes negocios e incluso algunos malos. Pero daba igual. Cualquier oferta suya suscitaba nuestro mayor interés y la convicción de que su exquisito gusto nos proporcionaría siempre productos estimables; cuando no fue así, no lo fue para ninguno de los dos

- Bueno, hicimos una prueba conjunta, nos decíamos.

Siempre tuve una gran admiración por André. Con el paso de los años se fue intensificando con el conocimiento de su singular personalidad y su actitud ante la vida. Su casa, en las afueras de Barcelona, más que una vivienda era una autoexpresión vital; no puedo olvidar su gesto pícaro al enseñarnos su “clandestina” azotea, abierta a la luz que precisaban sus plantas, y los relajados momentos de la frugal comida que compartimos en el jardín; su despacho, con la colección de entradas de conciertos que conservaba; el coche “Mini” aparcado a la entrada; los gatos corriendo libres y gozosos por todas partes, quizás como metáfora salvaje de sus emociones vitales.
Porque André fue, sobre todo y ante todo, un hombre libre que amaba la vida y buscaba amar a las personas. Esa bonhomía de sentimientos y actitudes conformaba una elegancia que no precisaba de ningún aditamento. Y ahí radicaba su enorme atractivo. Podía pasar del más lujoso restaurante a comer una “baguette” en la calle sin la menor transformación. Él era él mismo en cualquier entorno, porque el personaje y la persona estaban fundidos en una misma cosa. No hacía la menor concesión a las convenciones burguesas y con exquisita educación dejaba constancia palpable de que sólo era militante de su independencia. ¡Cuánto me hubiera gustado compartir unos días en Ibiza alejados de los temas comerciales! Cuando personas como él se nos van, siempre pienso que siendo tanto lo que nos han dado es mucho más lo que nos hemos perdido.

- ¿Recuerdas a André, Javier? Te lo presenté hace una par de años, le dije a mi hijo al conocer la triste noticia 
- Sí, sí, pero ¿era joven, no?

André siempre fue joven, porque nueva era siempre su mirada a las cosas y a las personas, especialmente a los jóvenes, y en la que había una mezcla de esperanza y halo protector. Su facilidad de sintonía era proverbial y derivada de la luz que proyectaban sus sentimientos. 
Al terminar la preciosa y emotiva conversación que tuve con Rebeca acerca de su padre, debo decir que me emocioné; el eco sereno y profundo de sus palabras, la intensidad de sus sentimientos y el recuerdo de la dulzura y delicadeza de Elsa, me hicieron sentir que André no se ha ido del todo.

Quizás sólo ha tomado precipitadamente un vagón del metro y, escapando por los túneles, nos ha dejado un poco perdidos entre los azulejos de cualquier estación parisina.

Zaragoza, Octubre del 2012 




jueves, 23 de febrero de 2012

Tenía mal aspecto y se llamaba Puig.





Ayer, cuando me dirigía al Banco y al atravesar las obras que se realizan en la avenida principal de la ciudad, observé a dos hombres que miraban su desarrollo con la actitud típica de los desocupados que se entretienen en su contemplación. Al llegar casi a su altura, los reconocí; eran el sargento Ramírez y el brigada Iglesias, a los que hacía casi cuarenta años que no había visto. El sargento conservaba el rostro lampiño, los rosetones en los mofletes y la estúpida expresión que siempre le caracterizó. Me detuve y los estuve observando, supongo que con un gesto en el que se alternaban la curiosidad y el recuerdo, hasta que al sentirse sujetos de mi mirada y sin saber por qué motivo, el sargento cogió por el brazo al brigada y se marcharon lentamente.

Y me acordé de él. Tenía mal aspecto y se llamaba Puig. Se le podía ver casi siempre solo, paseando por el patio del cuartel delimitado por las cuatro baterías del Regimiento de Artillería de Zaragoza. Tenía 24 años y cumplía el servicio militar después de dos prórrogas. Era de algún pueblo de Girona, estaba casado y tenía una hija, algo poco frecuente en la mili. Todos, en esos casos, comentábamos que tenía que haber sido de “penalty”, algo que lo mayores juzgaban con reprobación y los jóvenes con la curiosidad que nos provocaba la transgresión. A mí siempre me llamaba la atención ese desaliño, su soledad y la manía de caminar cobijado por las paredes de los edificios, como si quisiera establecer distancia o sentirse protegido. Apenas intervenía en ningún grupo y si coincidías con él en la cantina durante el almuerzo, era correcto pero hablaba poco.
Un viernes por la mañana, en la que terminaba mi servicio de cabo de guardia y con objeto de asistir a la clase teórica de armamento, fui dispensado durante la hora que duraba y sustituido por el cabo primero. Al comienzo y con objeto de pasar lista de los asistentes en perfecto orden alfabético, los soldados debíamos decir nuestro nombre que el sargento Ramírez cotejaba con su listado. Al llegar su turno, dijo… Puch. 

- Aquí pone Puig , dijo el sargento.
- Sí, mi sargento, pero se pronuncia… Puch.
- En España se habla español y se dice Puig, respondió el sargento. ¡Dí tu nombre de nuevo!
- Puch, respondió ante el asombro de todos.

Un silencio de plomo se apoderó del aula mientras la ira en los ojos del sargento alcanzaba el tono de sus enrojecidos mofletes.

- Muy bien. Te quedas sin pase de fin de semana y lo vas a pasar en el calabozo. ¡Cabo, llévalo a prevención!
- A la orden, mi sargento –respondí-. (Aún me duelen esas palabras)

Nada más iniciar el camino hacia la prevención no pude evitar decirle…

- Pero, hombre ¡cómo se te ha ocurrido contestarle! ¡Qué más te daba! ¡Te quedas jodido el fin de semana! …

Sin apenas girarse y con la mirada perdida al frente, me contestó…

- Me llamo… Puch 

Pocos metros antes de llegar a la zona de guardia y prevención, me dijo…

- ¿Podrías hacerme un favor?
- ¡Claro!
- Llama a este número y dile a mi mujer que han surgido unas maniobras y que no puedo ir; que creo que podré el mes que viene, en el próximo pase que tenga. Te pagaré la llamada.

Fue la única vez que deseé que el fin de semana transcurriera rápido e incluso que avisaran del toque de “generala”, –esa estupidez inventada por aquella cuadrilla de impresentables para molestar a todos aquellos con residencia en la ciudad- que me hubiera obligado a incorporarme anticipadamente al cuartel. No pude dejar de pensar en ese hombre encerrado en prevención y que había renunciado a unas horas de libertad cada dos meses para ver a su familia.

El lunes, minutos después de salir de prevención con objeto de incorporarse a la instrucción, lo esperé entre el gentío de la soldadesca y lo saludé.

- ¿Cómo estás?
- Un poco jodido, pero bien. ¿Pudiste llamar?
- Sí. El mismo viernes a las cuatro hablé con tu mujer. Lo sintió mucho. Me dijo que están todos bien y con ganas de verte y que a la niña no la vas a conocer. Que cuando puedas, la llames.
- Gracias. ¿Qué te debo de la llamada?
- Nada.

Me miró con una leve chispa de gratitud, me palmeó el hombro, se dio la vuelta y se perdió entre la formación. Le miré alejarse, levemente encorvado y pensé en el peso de la dignidad. Ayer, al evocarlo, me preguntaba qué habrá sido de él. ¡Ojala la fortuna le haya obsequiado como merecía! 

Todavía más que la imborrable huella que dejó en mi recuerdo.
No tenía buen aspecto y se llamaba… Puch

Zaragoza, 23 de Febrero 2012