jueves, 19 de agosto de 2010

Pablo, Elena, Rodo y las ostras




Tenía dieciocho años cuando volé por primera vez a Vigo. Recuerdo el hangar del aeropuerto de Zaragoza y de cómo sacamos la avioneta Piper a mano. Mi jefe - piloto auxiliar-, el piloto oficial y yo, iniciamos el viaje alrededor de las seis de la mañana llegando al difícil aeropuerto de Vigo sobre las nueve; allí nos esperaban los propietarios de una fábrica de pantalones llamada Corteman´s, he de decir que con gran expectación, pues si nos remontamos a esa época –hace cuarenta años-, resultaba insólito que un cliente viajara a comprar y recoger mercancía con ese medio de transporte. Yo mismo, al descender de la avioneta con mi chaqueta safari de cuatro bolsillos y cinturón y ver la cara de asombro de los que nos esperaban, tuve la sensación de finalizar una gran aventura. Después de los saludos de bienvenida nos dirigimos a la fábrica a cumplir con nuestro cometido que consistía en comprar, de forma ventajosa, prendas para las rebajas. Después del negocio y de forma hospitalaria nos invitaron a comer al por entonces mejor restaurante de Vigo, que se llamaba “El Mosquito” y que desconozco si todavía existe. Ese día se produjo mi primer contacto con los percebes, el rodaballo, el queso “tetilla” y, cómo no, con las ostras; siendo sincero, con desigual fortuna. La mesa la componíamos los dos propietarios de la fábrica, el apoderado y nosotros tres. Se inició la comida con una extraordinaria fuente de percebes – marisco que además de no haber probado, ni siquiera había visto-, que dio lugar a una general manifestación de gozo; traté de reaccionar con la prudencia debida y retrasar su manipulación e ingestión hasta ver a los demás comensales. Con el primer percebe en mis manos y debido a una malísima imitación de los otros, noté que se me escapaba un chorrito de líquido y, casi instantáneamente, observé que el apoderado se acercaba una servilleta al ojo, destino final de la jugosidad del afamado crustáceo. Aquello me desanimó, apenas tomé ninguno más y ante la insistencia de los demás comensales confesé que no me gustaban demasiado, observando que mi víctima, al desaparecer el peligro, fijaba toda su atención en la fuente a la que se entregaba con gran fruición.

- Bueno, espero que te gusten las ostras porque si no vas a comer poco, me dijo uno de los propietarios.
- ¡Oh! Naturalmente, me encantan -respondí en un alarde de imprudencia ante otro alimento desconocido-.

Una vez acabados los percebes, con la satisfacción dibujada en el rostro de mis cinco compañeros, apareció un camarero con una enorme bandeja de mimbre llevada en alto y que depositó, con estudiado ritual, en el centro de la mesa. El espectáculo que se desplegó ante mí, marcó definitivamente mi pasión por las ostras; sobre un manto de hojas de lechuga cubierto por hielo picado, se alojaban, en perfecta orden, seis docenas de estos extraordinario moluscos bivalvos. Estaban dispuestos de tal manera que en su extremo se solapaban unos con otros dando la impresión de conformar las escamas de un gran pez componiendo una sinfonía de brillos y reflejos arrebatadora. Observé el cuidado de los comensales al pincharlos con el pequeño tenedor y llevarlos a la boca, para posteriormente succionar su propio jugo mezclado con las gotas de limón. Como la maniobra me pareció sencilla de realizar y sin riesgos, tomé la primera ostra. Fue la impresión más gratificante de mi vida gastronómica y que me convirtió a esa “religión” que tiene la ventaja de no precisar la fe y sólo la demostración empírica. La delicadeza de la textura, la suave resistencia de la musculación vencida y el líquido marino con el punto ácido del limón me proporcionaron la sensación de que el mar se había apoderado de mis sentidos. Si las ostras forman parte de esos alimentos llamados “de gusto adquirido”, es decir, que precisan de una prolongada exposición y que suelen tener unas raíces de carácter cultural para apreciar sus cualidades, en mi caso y al primer intento, quedaron adheridas como a la roca.

- Bueno, ahora parece que disfrutas… me dijo, nuevamente, el empresario.
- ¡Mucho!, contesté escuetamente y seguí a lo mío.

Posteriormente y a lo largo de los años he sido un impenitente consumidor de este manjar. En mis viajes a París, normalmente dos anuales, descubrí y disfruté de la vocación de los franceses hacia esta exquisitez. Como en todo su repertorio culinario, la reverencia y la puesta en escena que les dedican es extraordinaria. Y debo decir que me parece estimable que las acompañen con tostadas de pan negro, mantequilla y una suave vinagreta; yo, personalmente, acostumbraba a tomar un triángulo de pan –debidamente sazonado- cada tres ostras, lo que además de convertir en nueva la siguiente ingestión, proporcionaba una cierta contundencia al plato sin disminuir lo más mínimo la capacidad gustativa. Los restaurantes “Jour et nuit” –abierto las veinticuatro horas como puede deducirse por el nombre- y, especialmente, “Le Grand café des Capuccines”, se convirtieron en santuarios en los que disfruté de momentos inolvidables. Las ostras “Ballón”, número 1, e incluso las de la Bretaña –más alargadas, verdosas y de sabor algo amargo- eran plato obligado de mi primera comida en cada uno de los viajes. El acercarme a los restaurantes y ver adosada a la lujosa entrada la pequeña pescadería repleta de mariscos, y al pescadero -con su mandil de rayas verdes y negras y su gorra marinera- presto a la rápida y manual apertura de las ostras, transformaba mi ánimo y disipaba mi cansancio. Hay que reconocer que la gastronomía francesa es capaz de transformar la visión sencilla de un alimento en una presentación que roza la joyería.
Unos años más tarde de mi primera experiencia regresé a Galicia, algo que haría casi con la habitualidad de París. Nuevamente allí y en contraste con la capital francesa, descubrí a la ostra en toda su maravillosa desnudez, es decir, despojada de todo artificio. La Piedra, en Vigo, se convirtió en un nuevo lugar de peregrinación en el que las mariscadoras, con la sencillez y naturalidad de las cosas auténticas, te abrían y servían en un instante la consabida docena que pagabas directamente y que tomabas sentado a una mesa de los bares cercanos en los que te servían una botella de Albariño con el frescor adecuado. Un espectáculo tan sencillo y concreto pero que me parecía fascinante; tenían que arrancarme de allí, pues hubiera pasado horas de observación y deleite. La jornada se completaba comprando un cartón de Winston –con el buen sabor y aroma que le da el contrabando- y una botella de orujo blanco.¡Qué buenos tiempos!
En la actualidad y debido a mi cese casi total de actividad viajera, hacía años que no disfrutaba de este manjar; hace un par de Navidades, Carmen compró una docena en una afamada pescadería zaragozana; el tamaño era gigante –en cualquier forma siempre provoca una cierta admiración- y las sospechas sobre su calidad proporcionales a tamaña desmesura; el origen confirmaba los indicios: Holanda. No me extenderé más pues mi idolatrado molusco sólo admitía la ingestión previo paso por alguna forma de cocina.

Recientemente y tomando un café con Cristina y Pablo, manifesté mi devoción por ellas, desde luego, no de una forma tan extensa –seguro que alguno pensará que demasiado- como lo estoy haciendo en este escrito. A la vista de esa debilidad mía, Pablo dijo que en el próximo viaje me traería una docena. En el puente de mediados de Agosto, Elena y Rodo le dijeron a Cristina que salían de Galicia directos a mi casa, que estuviera atento pues sería su primera parada nada más llegar. Obviamente esperé ansioso su llamada y conmovido por tal muestra de generosidad y afecto. Nada más llegar, me entregaron una caja –me pareció muy pesada para una docena- con las indicaciones de rápida introducción en el frigorífico a pesar de lo adecuado de su embalaje. Crucé el semáforo –me caía un poquito de agua por los brazos- no con la sensación de llevar una caja de poliuretano, sino un cofre. Al llegar a la cocina y abrirlo me encontré con cuarenta y ocho hermosas ostras, de evidente frescura y tamaño adecuado. Era de nuevo, la sencilla desnudez que recordaba de Galicia pero adornada de afecto. Emocionante.
Han sido dos días entregado a ellas y a mis recuerdos; cena, comida y cena. Aunque a Carmen le gustan de ese tamaño, es más moderada que yo –creo que en todo- y tomó seis, cuatro y tres, respectivamente, lo que me dejó a mí con doce, doce y diez.
Como se podrá comprobar con una simple operación aritmética, falta una, abierta y que consideramos en mal estado; quizás era la más hermosa de todas y no quise desaprovecharla. La limpiamos bien, vimos como resaltaban en el nácar de su concha los grises, amarillos, rosas, manchitas negras y desiguales bordes y la colocamos en la vitrina de nuestro salón, como recuerdo de un maravilloso 15 de Agosto y testimonio de nuestra gratitud.

Gracias, amigos

Agosto del 2010