domingo, 1 de noviembre de 2009

El secreto de sus ojos





Si en alguna ocasión nos preguntamos qué es cine, “El secreto de sus ojos” es una acertada respuesta. Contiene todos los elementos que hacen de una película una obra de arte plena. Drama, comedia, suspense, análisis político social, reflexión y sentimiento, todo ello narrado con la maestría, el ritmo y el equilibrio de un gran maestro.
Parte de un guión, aparentemente sencillo, en el que Benjamín Esposito, secretario de un Juzgado de Instrucción de la ciudad de Buenos Aires, ya retirado, tiene el tiempo y la motivación para escribir una novela sobre un brutal asesinato ocurrido en 1975 del cual fue testigo y protagonista; las circunstancias que rodearon el caso le conmovieron profundamente y tuvo la permanente convicción de que no se había resuelto en toda su extensión. Sobre esta base, Juan José Campanella – el aclamado director de “El hijo de la novia” y “Luna de Avellaneda”- nos hace un recorrido por la Argentina de la década de los 70 profundizando en las historias personales de los protagonistas.
En este apabullante relato de lo cotidiano, nos muestra la pobreza moral que rodeó al país en la etapa de la presidencia de M.ª Estela Martínez de Perón y López Rega y que derivaron en la dictadura terrible de los generales; la burocracia estatal, la impunidad, el aprovechamiento de los “útiles” sin la menor consideración ética y el beneficio propio como forma de subsistencia en un entorno carente de valores, son retratados en la finura maligna que, ¡tantas veces!, diferencia al ser humano de los simples animales. Quizá el mayor mérito sea que hace las referencias justas para situarnos en un escenario de miserias, culpas, silencios y remordimientos.
Sin perderse en ello y quedando latente a largo de su desarrollo, Campanella pone el acento en las vidas de los cuatro personajes centrales de la historia. 
El viudo Morales, quien prontamente llega a la conclusión de la imposible justicia punitiva y que comienza, obsesiva e inexorablemente, a dedicar el resto de su truncada vida a que el criminal pague, con su perpetuo encierro, el irreparable daño que ocasionó; es él quien contiene en sus ojos el secreto de la historia y el ejemplo de un futuro derrotado que sólo se sustenta en la reparación como alimento contra el olvido. Su compañero de Juzgado –en una soberbia interpretación de Guillermo Francella- cuya figura se va componiendo a lo largo del filme y que comienza con la apariencia de un gris e indolente funcionario que trata de establecer con el alcohol, el cinismo y la ironía una forma de autodefensa ante la indignidad y que culmina en un ejemplo heroico de lealtad, integridad y amistad. 
Y la maravillosa historia de amor, eje central del filme, entre la compañera jefe del Juzgado –Soledad Villamil- y el protagonista –Ricardo Darín-. Difícilmente puede contarse mejor y casi sin palabras la tensión amorosa que impregna y subyuga todo el relato. Es una partitura en la que se oyen las notas y se escuchan los silencios. Es una página literaria en la que sólo se lee el blanco de la hoja. Es un espectáculo visual en el que las miradas, los gestos, los movimientos y los símbolos -¡qué maravilla la rosa roja en la mesa cuando suceden las personales entrevistas!- son más explícitos que las palabras, siendo éstas las justas y de una sencillez poética cargada de emotividad. 
El peso de las distancias, las inseguridades del protagonista, sus temores y miedos, determinan, en la metáfora angustiosa de su enamorada, el grito de: “El pasado no está dentro de mi jurisdicción”, que no concluye en el efecto deseado. 
La película se ve adornada por notas de humor de notable inteligencia y que hacen de contrapunto a la tensión permanente que se deriva de la historia; las escenas de investigación chapucera, las tertulias de los cafés, las torpezas del ordenanza del juzgado e incluso las broncas del juez instructor, alivian momentáneamente otras de terrible dureza y que dejan el corazón en un puño; la escena del ascensor en el Ministerio de Bienestar Social en la que podemos constatar la innoble y amenazadora impunidad del asesino, bloquea los pulmones hasta perder el aliento.
Es el equilibrio que busca y consigue Campanella en todo el desarrollo de filme y que incluye –también en la justa medida- el espectáculo visual. La explosión orgiástica en las escenas del fútbol, que alcanzan un clímax casi épico y las tomas del Palacio de Justicia, son ejemplos de ejercicio visual de la mejor factura. La primera contiene un atrevimiento técnico poco habitual en películas de carácter intimista y que sólo realizadores brillantes consiguen encajar. 
Lo mismo ocurre con la dirección de actores en la que cuenta con la complicidad y brillantez de Ricardo Darín –magnífico- y, en mi opinión, con la espectacular interpretación de Soledad Villamil; es la sensualidad y la feminidad en la acepción más profunda de la expresión y consigue un nivel de seducción que impregna los espacios de aroma arrebatador; suplica desde la dignidad, seduce desde la inteligencia y provoca desde la elegancia.
Y el desenlace – Campanella necesita que acabe bien- en el que el amor y la esperanza redimen de cualquier error; sin caer en el sentimentalismo ni la ñoñería y en una bella pirueta consigue cambiar el TEMO por el TEAMO dando salida al soterramiento, la ansiedad y el fatalismo como futuro.

- Va a ser complicado-, dice la protagonista
- No importa-, le contesta una amplia sonrisa.

Lo que demuestra que el pasado está dentro de nuestra jurisdicción cuando hay causas pendientes.


Noviembre 2009