domingo, 11 de octubre de 2009

Lugares comunes



“El año que viene casi todos ustedes serán profesores. De literatura no saben demasiado pero lo suficiente para empezar a enseñar. No es eso lo que me preocupa. Me preocupa que tengan siempre presente que enseñar quiere decir mostrar. Mostrar no es adoctrinar, es dar información pero dando también el método para entender, razonar, analizar y cuestionar esa información. Si alguno de ustedes es un deficiente mental y cree en verdades reveladas, dogmas religiosos o doctrinas políticas, sería saludable que se dedicara a predicar en un templo o desde una tribuna. Si por desgracia siguen en esto, traten de dejar las supersticiones en el pasillo antes de entrar al aula. No obliguen a sus alumnos a estudiar de memoria, eso no sirve. Lo que se impone por la fuerza, es rechazado y en poco tiempo se olvida. Ningún chico será mejor persona por saber de memoria el año en que nació Cervantes. Pónganse como meta enseñarles a pensar. Que duden, que se hagan preguntas. No los valores por sus respuestas, las respuestas no son la verdad. Buscan una verdad que siempre será negativa. Las mejores preguntas son aquellas que se vienen repitiendo desde los filósofos griegos. Muchas son ya lugares comunes, pero no por eso pierden vigencia. Qué, cómo, cuando, por qué; si en esto admitimos eso de que la meta es el camino, como respuesta no nos sirve. Describe la tragedia de la vida pero no la explica. Hay una misión, un mandato que quiero que cumplan. Es una misión que nadie les ha encomendado pero que yo espero que ustedes, como maestros, se la impongan a sí mismos. Despierten en sus alumnos el dolor de la lucidez. Sin límites… sin piedad.”

Con esta brillantísima exposición –después de un preámbulo que narra cómo el profesor ha sido apartado de las aulas- comienza la excelente película de cineasta argentino Adolfo Aristaraín, “Lugares comunes”. Supone toda una declaración de principios, en unos tiempos en los que la enseñanza se está postulando justo en las antípodas de lo que allí se propone, mostrados con la brevedad y sencillez del sentido común. La formación humanitaria, el conocimiento, la reflexión, la revisión y el análisis han sido sustituidos por la preparación urgente y especializada de unidades productivas, sin más objetivo que la competitividad en aras de un mínimo bienestar que alimenta la dependencia y la alienación. 

Se inicia el periplo desesperanzado del viejo profesor, Fernando Robles (Federico Luppi), junto a su esposa, Liliana (Mercedes Sampietro) –mujer, compañera, amiga, cómplice- que tiene por delante los últimos años de su vida para –dentro de la precariedad de su economía- hacer lo que desea, pero al que le han arrebatado lo único que le gusta hacer: enseñar. Aquello que le ha supuesto la posibilidad de trasladar y compartir preguntas para las que tampoco tiene respuestas. En ese compartir con los alumnos ha encontrado la principal razón de vivir y el equilibrio entre sus contradicciones y principios. Se desencadena, entonces, uno de esos momentos de vacío en la vida de un hombre, en el que tiene que decidir entre alternativas que nunca había contemplado y que, en principio, encuentra hostiles y sin sentido. Es el comienzo de la empatía con el profesor, con cuyo conflicto existencial muchos hombres se identifican, tanto en la búsqueda como en la imperiosa necesidad de mantener el mayor grado de identidad, dentro de un sistema que lo fagocita todo. Aristaraín, desnuda con maestría los sentimientos, contradicciones, valores, inquietudes y miedos del profesor, que no consiguen doblegar la solidez de sus principios y su fidelidad a la utopía como actitud vital. 

Esa solidez terca y orgullosa le precipita hacia una reprobación cruel y desproporcionada con la vida de su hijo, del que se siente decepcionado por lo que juzga como actitud cobarde y acomodaticia. 

Sin desmerecer en absoluto el lenguaje visual –hay planos y escenas de una gran belleza estética- el hilo conductor de la narración es la palabra. Lenguaje directo, arrollador, que no deja un respiro a la mente y que te envuelve junto a las reflexiones del personaje en la convulsión y el desasosiego. No se explaya el director con la situación social de Argentina sino que, pasando “de puntillas” por ella, traslada el escenario al mundo en general: corrompido, vacío de valores y acomodado a una sociedad carente de impulsos morales. Pero hay esperanza. Y esta se manifiesta para ellos con el contrapunto de la desesperanza de otro. El antiguo propietario de una “chacra” que había planificado toda su vida junto a su mujer, Laura, y que fallecida esta, no encuentra sentido a su vida; tan inmensa es su pérdida que concluye en una inacción tan dolorosa que le lleva a proclamar : “pensé en quitarme la vida, pero no me animo”
En este rural escenario, inician una nueva vida “de terratenientes” cuyo valor se desprende en la deliciosa velada con sus íntimos amigos, con otra de las conversaciones que muestran los principios inalienables del protagonista cuando se le acusa de haberse quedado en los “sesenta”:

-Me quedé mucho antes. Ni Marx, ni Bakunin, ni Cuba con Fidel, ni el Ché.. La guerra la perdimos hace rato. Cómo será que los dueños del mundo están tan sólidamente establecidos que hasta permiten que exista la izquierda. ¿Por qué? Porque no molesta a nadie. Ya nos es una idea revolucionaria. Es una chapita, un pin. A lo sumo puede ser una actitud moral que nunca va a salir de la esfera privada.
Ante la protesta de la joven amiga que pretende que esos ideales se cumplen en la Cuba de Fidel, la sonrisa del viejo profesor y su tierna mirada, se ven iluminadas tanto por la convicción de su error como por la esperanza de que no todo está perdido.

Y esta nueva vida en la “chacra” supone el microcosmos en el que se desarrolla la extraordinaria, maravillosa y ejemplar historia de amor entre Fernando y Liliana; un amor intenso, profundo y libre que se convierte en el tesoro más preciado de los personajes dentro del “naufragio” que supuso la ruptura de su anterior vida. La comprensión, la ternura, el apoyo del uno con la complicidad del otro, se evidencian como una nueva juventud que, carente de ímpetus fogosos, supera cualquier desafío. Las conversaciones, los paseos, las miradas, las infantiles travesuras del viejo profesor con los cigarrillos, se deslizan con el halo de una generosidad conmovedora. Es en ese diminuto entorno donde pueden poner en práctica sus ideales confiriendo al peón y a su familia un trato, remuneración y respeto –no más allá de lo posible- coherente con sus principios. En la vida en el campo es donde el personaje de Liliana adquiere su mayor dimensión y tiene la fortuna de contar con la magistral interpretación de Mercedes Sampietro. Sencillamente colosal. Verla ajustarse el chal sobre los hombros, con el pelo recogido y su mirada limpia, es toda una exhibición de feminidad; la intensidad de su mirada al acercarse a su marido tumbado en el sofá -creyendo que duerme- y suplicante decirle: “No me dejes sola”, alcanza una emotividad que nubla los ojos y hace enmudecer. 

Lugares comunes es la historia de dos seres humanos, de un matrimonio, de un naufragio, de un renacer, de amistad, de amor y de esperanza. 
Pero por encima de todo y lo que la hace más grande, es la expresión sublime de la lealtad como valor supremo. 

Lealtad que, en el caso de Liliana, trasciende a la muerte.


Octubre del 2009