sábado, 18 de abril de 2009

Prólogo de Viento a favor




Prólogo al libro de mi amigo Antonio Ramírez

Cuando en noviembre del año 2006 recibí un correo electrónico de Antonio, en el que me enviaba su pequeña sinopsis anunciando su decisión de escribir unas memorias de su época marinera junto con el primer capítulo de las mismas, no pude por menos que animarle a que lo hiciera, de una forma tan alborozada como vehemente, para que esa “falta de constancia” que se atribuía, no fuera nunca un obstáculo para concluir en lo que, hoy felizmente, podemos llamar su libro o al menos, -creo que tiene historia suficiente- su primer libro.
Yo tenía poco conocimiento de esa etapa y lo sabido era más por boca de terceros que por la suya propia, ya que nuestra amistad, si bien tiene unas raíces que gozosamente cada día se manifiestan más profundas, ha tenido durante muchos años la distancia física como impedimento para intercambios de pasados que, a estas alturas, no podemos por menos que calificar ya como algo remotos.
Conforme pasaban los meses del 2007 fui recibiendo las entregas y Antonio me iba pidiendo opinión -tengo que pensar que como consecuencia de mi actitud positiva más que por mi escaso talento literario- lo que facilitó, además de un hermoso intercambio epistolar, profundizar con él en ese pasado marinero, -¿solo marinero?-, que nos relata; al ir conociendo de primera mano los aconteceres de su historia, y “reconociendo” a su autor en cada una de las situaciones, me entusiasmé tanto con la lectura, que permanentemente me venía a la mente su imagen y, sobre todo, esa maravillosa risa con la que estoy seguro escribía muchas anécdotas, junto a la expresión emocionada y tierna en el relato de las experiencias mas duras.
Fue en la Navidad pasada, cuando en el intermedio de una cena y por boca de Lourdes -ahora marinero da tus velas al viento pues acabo de nombrar a la Estrella Polar de tu vida - me dijeron que les gustaría que yo escribiera el “Prólogo” de este libro que hoy tienes en las manos; regresé a casa con la sensación de que mi reacción pudiera haberles perecido fría, pues fue de esas ocasiones en las que el impacto emocional recibido es de tal naturaleza, que sólo la actitud de casi “darlo por no oído” te permite salir del trance con una cierta entereza. Pasé como una centella de la emoción al silencio. Y hoy me tienes aquí, querido amigo -si lo eres de Antonio también lo eres mío- disfrutando del lujo de escribir sobre él y del regalo que nos ha hecho a todos.
Porque estas memorias son un regalo para todos los sentidos.
Te mueve a la reflexión la situación que origina su marcha de casa; mas allá de los hechos domésticos, esa España de los 60, todavía cuartelera, en la que la mezquindad y la opresión, la angustia y el conformismo, el miedo y la desesperanza, dejaban poco espacio a espíritus libres y abiertos a la vida; no se entretiene Antonio sino en pasar deslizándose por la superficie, pues bastante trabajo tuvo con paliar sus consecuencias como para adentrarse en sus causas. Pero en las pocas líneas con las que describe el entorno, lo hace con tan sencilla brillantez, que cualquiera que lo haya vivido lo recuerda nítidamente; el bar, los obreros, el cacique, las plazas, las inversiones en capitalización, el representante del 600, los bocadillos, las pesetas, la calle, los vecinos -más familia que muchas familias actuales-, el autostop, etc.
Tenía que escapar. Y en su huida y también en su búsqueda, se nos manifiesta como un prodigio de supervivencia – como hombre bien nacido le llama suerte-, en el que las percepciones de lo que le rodea, la intuición del beneficio, el aprovechamiento de sus cualidades y recursos, la seducción de sus habilidades, los explota en cualquier situación, entorno y momento; el buceo “a la pesca de lentillas” con la familia Krupp, merece un destacado lugar en la mejor picaresca de la literatura del Siglo de Oro español. Tenemos a lo largo del libro, múltiples ejemplos de esta extraordinaria virtud que adquiere siempre la mayor nobleza porque jamás perjudica, ni se aprovecha, ni lastima, ni pasa por encima de nadie. En su supervivencia, no hay depredación. Solamente hay imaginación desbordante y esa gran sabiduría acumulada a lo largo de cientos de años por ese “talante” andaluz, por esa ambición de empatía con lo que te rodea. Si como alguien dijo, “cultura es lo que queda en una persona después de olvidar lo que aprendió”, esa cultura ya corría por sus venas antes de aprender todo lo que la vida le iba a enseñar. ¡Cómo no iban a percibir su bonhomía, Pau, el Sr. Paco, Chelo, Joan...y toda su familia de Palma!
Palma de Mallorca, que se convierte en la plataforma desde la que se lanza casi a la vida, al mar y, en un maravilloso encuentro, al amor. Valerie Dubois, su primer amor, deja en él una huella imborrable y la pena ansiosa de lo que, sin terminar, se pierde; porque la historia se pierde en las reflexiones de la desesperanza por una parte y la comprensión de la realidad por otra. Enorme cualidad la que evidencia Antonio y que mostrará permanentemente a lo largo de su vida y que consiste “en ponerse en el lugar del otro”, lo que conlleva una actitud comprensiva hacia los demás y nos sitúa a las puertas de la paz y el equilibrio interior. ¡Qué cuidado ha tenido siempre con que cualquier batalla perdida no derivara en rencor, ni lastimara un corazón que, a toda costa, quiso mantener limpio como el océano!
Nos cuenta también las relaciones con las mujeres que en esa época pasaron por su vida y quiero destacar especialmente la enorme ternura con la nos habla de ellas; hasta en los momentos en los que se ve agobiado por “ballenatos” o “gusiluces” y se ríe a carcajadas de “lo que se le viene encima”, lo hace desde la levedad con la que se trata al material sensible. Al cristal. A la mujer. Y siempre hay gratitud hacia ellas por recibir y devolverle todo el amor que les entrega. Las desea, las busca, las mira, las provoca, las seduce, las ama, pero en cualquiera de ellas y, aunque en las ocasiones más frívolas pudiera actuar de otro modo, como decía una canción que tanteas veces le escuché, “además de su cuerpo, siempre busca otro valor”. Quiero adelantarte, lector atento, que el párrafo que dedica a Juanita “una chica corriente de un barrio de Córdoba” es de lo mas hermoso y sencillo que se puede escribir de una mujer.
Y del amor a la pasión. El mar. Lo que impregna toda su vida y donde él se manifiesta en toda su plenitud. Antonio puede estar, pero sin el mar no es. Como dijo A. Machado “es un hijo de la mar” y, por tanto, la ama tan profundamente como la respeta. Y como ocurre con las pasiones verdaderas, si están expresadas con la brillantez con la que lo hace, contagian al más neófito; accederemos al Artemisa, al North Star, al Orión -¡ah! el Orión- al Albatroz, al Galatea, al Annie Comyn, al Libertad… y nos moveremos entre regalas, imbornales, jarcias, cabuyería, flechastes, obenques, foques… navegaremos “de ceñida”, “a orejas de mulo”, “de bolina”, “de aleta” con la naturalidad del que lo ha hecho siempre. Porque, en la emoción del recuerdo, la descripción de los paisajes y mares es de tal claridad expresiva, que más que en el pasado nos sentimos en un presente y le acompañamos en la aventura; el cielo, el sol, la lluvia, el viento, el frío, el amanecer, el atardecer, la noche, son vividos -perdón leídos- con una intensidad que alcanza su máximo nivel cuando nos sumergimos con él en la mar. Colores, arenas, luces y especies desconocidas te acompañan ya siempre; peje perros, serviolas, abaes, viejas, sargos…se han convertido para mí en algo inolvidable.
Pero no quiero hablar más del mar. Mucho mejor lo hace él y lo vas a disfrutar en innumerables páginas.
A lo que quiero invitarte, amigo y lector, es una apnea imaginaria -casi tan larga como esos cuatro minutos de Antonio- por las profundidades de cada una de las líneas de este libro y descubras -como en el mar- lo que nunca se ve en la superficie.
Porque en este libro hay que bucear para ver el verdadero sentido, la emoción escondida, el impulso vital que lo arrastra a lo largo de sus páginas y que nos descubre el porqué, por quién y para quién está escrito.
Este libro, por encima de todo, es un recuerdo emocionado y tierno, una declaración de admiración, gratitud y amor, para ese “marmitón” que sin cumplir los dieciséis años se lanzó a la vida con 280 pesetas y unos bocadillos, sin más horizonte que el mundo entero, con el rumbo que le marcaba su instinto y con un corazón presto a empaparse de todo lo hermoso que se le ofreciera. A ese chaval cuya firme determinación vital le lleva - en la frase, para mí, más conmovedora del libro- “a perder, si es necesario, el camino de regreso”.
El es quien hace las gamberradas a Patxi, quien hace exhibiciones acrobáticas, quien se larga a cantar…quien murmura a la inglesa… y Antonio nos habla de él…porque se le escapa y vuelve a por él…habla en primera persona, pero de él…hace piruetas con él…se ríe con él…y, de vez en cuando, la tristeza también le embarga junto a él…y entonces escapa de él para contarnos cosas…pero detrás está él…ese chaval siempre está ahí. ¿Será porque quiere seguir siendo él?
Lo cierto es que Antonio se siente orgulloso de ese “marmitón”.
Y le sobran razones.
Lo mismo que nos pasa a sus amigos.

Antonio Aragüés Giménez
Mayo del 2008 



sábado, 4 de abril de 2009

Carta al médico de mi madre


Querido Alfonso:

“Debéis estar preparados para lo peor; tiene una cardiopatía irreversible acompañada de insuficiencia pulmonar”, fue tu último diagnóstico en el Hospital Clínico, y con disimulada irritación ante la definitiva impotencia, respondiste ante la mirada suplicante de mi hermana Isabel: “Se muere todo el mundo, incluso Concha”. 

No era difícil deducir de tu tono, no ya la resignación profesional largamente experimentada, sino la tremenda amargura humana que tal realidad próxima te producía.
Una realidad anunciada mucho tiempo atrás, sorteada, combatida, derrotada en tantas ocasiones con tu imprescindible complicidad, que parecía imposible que llegara.
Nunca, como en este caso y aunque la ciencia ortodoxa opine lo contrario, se ha cumplido la brillante frase de Montaigne:

“No morimos por estar enfermos sino por estar vivos”

Porque aunque parezca una paradoja, pocas veces se ve relucir la vida de una forma tan intensa en momentos de tanto dolor; vida a la que nuestra madre nunca renunció, a pesar de los sinsabores y malos tratos que le dio en tantos momentos y, ni siquiera en los más difíciles le volvió la espalda, como la amante que soporta todas las traiciones por conservar el bien amado.
“Concha tiene una naturaleza extraordinaria y un médico sensacional”, dijiste, en otra ocasión, con tu habitual humor cargado de ironía; es curioso que cuando nos tomamos en broma es cuando más serios resultamos. Podríamos hacer una apología de todo tipo de valores humanos: ternura, tolerancia, paciencia, perseverancia, valor, disciplina, esfuerzo, amor… pero todos se resumen en esa expresión rotunda:
“Un médico sensacional”
Porque es imposible si no hay detrás una maravillosa persona, que dedica su existencia, no a combatir la muerte sino a luchar por la vida.
¡Y qué compañero de lucha tuvo nuestra madre!
Vienen a nuestra memoria las largas noches de hospital, con sus sentidos lamentos y sus permanentes reclamos a dos ausencias, su madre y su hermano –médico como tú- y a una presencia, la tuya Alfonso, cuya promesa de atención servía de inmediato para calmar su ansiedad. ¡Cómo se transformaba su rostro sólo con verte! Esa leve sonrisa, en un rostro bellísimo de natural, relucía de serenidad, de confianza, de sentirse en buenas manos. La ciencia no ha inventado el medicamento que llevabas contigo.

“Todos cuando favorecen a otros, se favorecen a sí mismos; y no me refiero al hecho de que el socorrido querrá socorrer y el protegido proteger, o a que el buen ejemplo retorna, describiendo un círculo, al que lo da, sino a que el valor de toda virtud radica en sí misma, ya que no se practica en orden al premio: la recompensa de una acción virtuosa consiste en haberla realizado” (Cartas a Lucilio, Séneca)

Debes sentirte bien, Alfonso. Satisfecho, pleno, feliz. Junto con nuestra madre, eres el vencedor de esta batalla. Es lo que pretendo con esta carta, contribuir a afirmar ese sentimiento. Ni siquiera darte las gracias, pues no es necesario a quien consideramos parte de nosotros. No la llores, nosotros no lo hacemos.
¡Qué bien debe estar ahora!, allá arriba, sonriendo…con nuestro padre.
La imaginamos en el Hospital del Cielo, donde su hermano Antonio habrá hecho todos los preparativos, la rodeará de eminentes cardiólogos y ángeles enfermeros, de tecnologías celestiales que eliminan el dolor y de milagrosos medicamentos de alegría.
Pero estoy seguro de que el día que se encuentre algo “pachucha”, esperará a la noche y, aprovechando un descuido de los celadores, escapará por una escalerita de estrellas en el firmamento, para llegar temprano a la consulta terrenal de su querido Alfonso.

Nunca lo olvidaremos.

Julio 1999